Micronesia en el Cerebelo

Rock, cine, comics, ciencia ficción, cervezologia y sueños rotos.

Tuesday, November 18, 2008

Declaración de amor


Michael Lentz

Fischer Verlag, 2003

Liebeserklärung (Declaración de amor)

Extractos.

Ésta es nuestra historia. Hasta el momento. Aquí estás tú, y aquí estoy yo. Aquí seguimos los dos. Es más de lo que cabía esperar. Aquí estamos. En otra parte. No es mucho pero basta.

[...]

¿Y ante nosotros? Un matrimonio. Con Z. Una huida. La conciencia de un matrimonio perdido. Despertar un buen día y pensar “este matrimonio ha terminado”. Un buen día despierto y pienso que mi matrimonio ha terminado, lo pienso sin que haya dejado de amar. El correspondiente miedo. Querer sacar conclusiones al momento, despertar con la idea de que este matrimonio ha terminado, así es como lo siento, siento el fin del matrimonio de manera inequívoca, me levanto y le digo a Z que tengo que marcharme un momento, que tengo que ir a buscar algo, salgo de casa, me quedo frente al edificio y no lo puedo comprender. Un matrimonio que ha terminado por culpa de la ausencia permanente, cuyo fin no ha sido todavía pronunciado, cuyo punto final es sin duda nuestro encuentro. El fin del matrimonio es otra. Es A. Eres tú. Una convivencia pronta, extraña, que es nuestra historia. Un estar en el extranjero. Y en este estar en el extranjero habita el adiós desde un principio. El adiós es un estar de viaje. Una experiencia alemana, incesante, que viene del extranjero y regresa al extranjero. Una repetición. Un matrimonio en Alemania que se daba por perdido, el amor huidizo que vivimos en el extranjero. Y en medio estoy yo, fuera de mí, me descompongo. Brillo. Invadir Alemania, una infidelidad en el extranjero. “¿Llorar yo? Lloro. Disculpa. Oye, disculpa.”

¿Y nosotros? ¿Nos olvidaremos? Horas de cuerpos que se confundían, ya que nos hemos olvidado. Algo que se cierne sobre nosotros, que se cierne sobre nosotros mientras dura el abrazo, algo que disuelve el abrazo. Luego nos miramos, como extraños. Hay una morrena que empieza a derrumbarse, un retraso, una dilación, nos demoramos, el anteproyecto que no podemos alcanzar, que nos conociéramos tú y yo con esas palabras, será de tal y tal manera, nos irá de tal y tal manera, y entonces no acudimos, no encajamos, eso fue ya una escisión por partida doble, la proyección arrojada al vacío. Dos mundos. No quieres admitir que yo soy otro. Que tú eres otra, y yo no entiendo nada. Y todo el universo de temores, de la prevención, del regreso, de que lo nuestro no sea para siempre, tumbados, dándonos la espalda, uno a cada lado, pegados al borde de la cama, verdad, cuando ya ni tocarnos podemos, cuando nadie se puede estirar, falta de contacto en ambas partes, dos mundos, cuando lo único que se requiere es que alguien te eche una mano, una mano suave.

[...]

Tanto tiempo casados y sin hijos, me sueltas en nuestro primer encuentro, cruzamos la calle, por la noche, con el tiempo que lleváis casados y no tenéis hijos, me dices a quemarropa, eso es que algo no funciona en el matrimonio, añades. ¡Santo Dios! Al día siguiente, poco antes de regresar a ese matrimonio, estaba convencido de que había perdido el pasaporte, volví de nuevo al hotel, en coche, a aquel maravilloso hotel, situado en aquel callejón, puse la habitación patas arriba, nada, volví al barco, al transbordador, deshice la maleta, volví a hacerla, el pasaporte en el bolsillo. Sí que empieza bien la nueva vida, pensé, surgen los primeros agobios, después, en el tren, viajo solo, abstraído, revuelvo en todos los bolsillos por hacer algo, “distracción” es la palabra que me empuja, no busco nada, no encuentro nada, por todas partes moneda extranjera, pero qué debo hacer con todo esto, con toda esta calderilla, tomarme un café, tal vez, ir a comprar un café en el tren, ahora mismo voy hacia delante, en dirección a donde está delante, ahora mismo en la dirección equivocada, el café está hacia atrás, en la otra dirección, detrás se agolpan los viajeros que de pronto no soporto, pero si no te han hecho nada, oigo que pienso, el café hirviente hierve demasiado, el café que hierve demasiado rebosa del vaso, el café se derrama por encima del borde del vaso, o lo que quiera que haga el café cuando se escapa y desborda el vaso, y no precisamente hacia la boca, sino con indiferencia, sin interés, qué sé yo, el resto de café me quema la lengua, ahora lo noto, cada quemadura en la lengua es un recuerdo de una quemadura anterior, una lengua quemada es una de las impresiones más duraderas que puede dejar la vida, una sensación inconfundible, de modo que así estoy, sentado en el compartimento, abstraído y con la lengua quemada, pensando si debo revolver de nuevo en los bolsillos, “así puede funcionar”, te dije al despedirnos, recuerdas, pero así no puede seguir, sin niños, pero contigo sí quisiera tener niños, te casarías conmigo, te pregunté, aunque estaba casado, cosa que ya te había dicho, casado y sin niños, y por la noche, en la enésima cerveza, te inclinaste sobre la mesa y me cogiste la mano, y yo que me agarro a la tuya, te casarías conmigo, te pregunté, y tú dijiste que sí, y yo te lo pregunto, de modo que aquí estoy, en el tren, tan extrañamente cerrado en banda, como si algo hubiera irrumpido en lo más íntimo de mí, como si me hubiera derrumbado, venido abajo, y tú dijiste “sí”, y dijiste “sí, quiero, quiero, sí, sí, quiero”, a dónde irá esto a parar, cómo puedo irme ahora para casa, y qué significa eso en fin de cuentas, mi casa, que de la noche a la mañana se ha convertido en algo ajeno, y al cabo de algunas semanas, después de la mudanza, de dejar un piso y meterme en otro, después de la separación, de la convivencia, me desconozco a mí mismo, me evito a mí mismo, amenazo con volver a largarme, a desaparecer del mapa, a retroceder o irme lejos, me niego a dormir contigo en la misma cama, ¿es eso una confesión?, pierdo los nervios al teléfono, no te conozco y esas cosas de una atrocidad sin parangón, y lo que quiera que añada el viejo danés, enormes trastornos de comunicación, estrategias de evasión, la lista de defectos es muy larga, un deterioro casi irreparable del amor, pero ahora, en este instante, estoy por vez primera solo en este compartimento, sentado de espaldas, viajo en una dirección desesperada, es un grave error viajar en esta dirección, comprendo de repente, el encuentro contigo ha puesto fin al matrimonio, así es como lo veo, sin duda, ha puesto fin a un matrimonio que sin duda se estaba acabando, verdad, sospecho en este compartimento, porque ahora estoy en el tren, en el compartimento, decirte esto, verdad, y no sé si reír o llorar, como se suele decir en tales momentos, como se suele decir en estas cosas del querer, en semejantes asuntos amorosos, completamente enredados, como se dice en general, como aquí lo digo yo, aunque sea sólo para ti, aunque mi amor sea sólo para ti, no es insoportable, y no es algo insoportable, imprescindible, y de notoriedad por todos conocida, este fenómeno, que no tengamos un lenguaje del amor, pero sí un amor en fuga, un abismo del amor, su aniquilación, que no tengamos un lenguaje del amor, que es todo un encanto, salvo siempre el mismo giro, la promesa del cuerpo, el vaivén, y una y otra vez digamos “Te quiero”, y nos avergoncemos de no decir otra cosa de idéntica fuerza, pero no, únicamente somos capaces de decir “Te quiero”, y si al fin lográramos decir algo distinto estaríamos en las mismas, quieres decir “Te quiero”, preguntaría el otro yendo al fondo del asunto, si quieres decir “Te quiero” también yo diré “Te quiero”, y ahora, en este instante, estoy absolutamente solo en el compartimento de este tren, y de pronto me asalta como un vahído, lo tengo frente a mí, lo puedo ver tan claramente que creo que podría tocarlo, sí, esto sí es un lenguaje, todo desasosiego, hay en mí un veneno, lo noto, algo que se me ha metido dentro, que exige determinación, por el momento no sale, tienes que marcharte, lo sé, no puedes volver allí donde regresas, no puedes volver a meterte en este matrimonio, tienes que salir de este matrimonio, este matrimonio ha terminado, y si este matrimonio en efecto ha terminado, lo que se te ha venido encima no es más que el encuentro, que todo lo pone patas arriba, no es eso muy poco, “encuentro”, tú, palabrita, tú, pobre diablo, no fue meramente uno de esos encuentros en los que uno topa con alguien, en los que uno queda varado allí donde hay ya otra persona, más o menos tiesa como una estaca, que ha tomado posesión de cuanto le rodea, del espacio, uno llega allí porque hacia allí lo han ahuyentado, y allí está otro, u otra, que se ha adueñado ya de un espacio en el espacio, y este espacio ha adquirido ya rasgos, aromas, flashes, recuerdos de quien en él, en el espacio, se hecho con un lugar, y penetrar allí, hacerse un hueco en este espacio ocupado, ajeno, sagrado, importante, en el que ya hay otra persona, que es ya otra persona (y a quién debemos agradecer que no rompamos nada en este espacio, que no rompamos nada, que no matemos al otro que es este espacio no bien penetramos en él, que no acabemos con él, con este tipo.) No fue, por decirlo brevemente, un encuentro fácil, fue, disculpa, la explosión que lo originó todo.

[...]

La Deutsche Bahn, te cuento mientras me sumerjo contigo en la historia de tu familia, es una ladrona feroz en suspenso, que no se mueve y te roba el tiempo que has pasado en el andén, te acorta la vida haciendo que pierdas el tiempo con fundamentos que se desmoronan y ataques de apoplejía que se suceden en cada esquina, te hace más pequeño, toda vez que sus retrasos no conocen fin, son más largos que un día sin pan, sin tierra a la vista, digo yo, sin fondo, sin suelo. Si el alcohol que bebí ayer hizo que la distancia que me separaba de una laguna de la memoria adquiriera la dimensión del Lago de Constanza, el café que he tomado hoy me permite ver desde el andén cómo entran los trenes de los que nadie ha oído aún hablar. Alemania es una avería. Un estado que se desmorona. Una ruina. Alemania no tiene porvenir, porque cualquier trayecto te acorta la vida, cualquier parada se traduce en retraso, dondequiera que pare, el tren se detiene en el camino, viajas en un tren de la llamada Deutsche Bahn, este símbolo de la avería, y convocas y suplicas a los poderes mágicos que no se pare durante el viaje, suplicas que no pare otra vez, suplicas hasta llegar a tu destino, si por lo menos hubiera arrancado, pero el tren sigue sin aparecer. Sin embargo, si este tren, que pronto se caerá a pedazos, en efecto se detiene, y lo hace como estaba previsto, aunque no, claro está, puntualmente, y en absoluto como corresponde a nuestros días, empieza para los calculadores la suma del tiempo perdido e irrecuperable ya, la reducción del tiempo de vida, y la Deutsche Bahn, digo en Mannheim sin tapujos, debería contratar a alguien, bien pagado, a quien uno pueda partirle la cara por ello, digo. Si en una cabina telefónica de Leipzig leo la feliz expresión “suerte a destajo”, el mero asomo de la expresión “tren de enlace” duele como una agresión en toda regla, y en Berlín es el no va más. Desde hace años la alternativa, la sustitución, que ni se ve ni se realiza en ningún lado, pero sí se anuncia siempre a bombo y platillo, del transporte alternativo que sustituye el tráfico ferroviario. Una sutil degradación del tren de alta velocidad al autobús, que no arranca, de modo que es preciso que se vuelvan a introducir, de modo imperceptible pero con urgencia, los coches de plaza. “Salida retardada” no es otra perífrasis hueca y alemana de una determinada técnica de inyección, sino cortesía danesa. Para el mismo y perpetuo fenómeno: todo anda con retraso “y ya está”, como dice el viejo danés; todo anda con retraso, todo salvo la muerte. La muerte es lo único intemporal en esta comedia terrenal. “¿Está libre?” “¡No”

Divago. Y con esta divagación mato el tiempo. El ciego que hay en el andén, con su bastón blanco, todos los trenes parados, todo congelado, una rigidez alemana que ha llegado hasta aquí abajo, el ciego que mira en todas direcciones, que mira a su alrededor como si pudiera ver, el ciego que, para oír mejor, mira a su alrededor, el ciego que se ha convertido en vidente y no se aclara con la vista en el mundo de lo visible, que con los ojos intactos revive ofuscación, sacada desde los años de ceguera a una la luz que no soporta la luz, y que, viendo por sorpresa, ha perdido el mundo que le es familiar, el ciego, con su bastón blanco, está claramente frente a la ventana tras la que estoy yo, de la que no puedo escapar, detrás de la ventana de este compartimento me siento yo, frente al ciego que mira en todas direcciones y al que no pierdo de vista, que está tan inquieto que de pronto parece bailar, que baila claqué con una pierna y luego con la otra, se supone equilibrio, todo el equilibrio se pierde, y la mujer vieja que tengo enfrente, y que lleva una bufanda blanca sobre los hombros, blanca como la nieve, la mujer que me sonríe, la mujer vieja a quien rejuvenece la sonrisa, y la sonrisa de esta mujer ya no tan vieja dice “así son las cosas”, este ciego no puede ser tan ciego como esta Alemania enferma, por la que se viaja y a la que se ama, y la mujer que sonríe con el bastón blanco en la sonrisa, la nieve que pronto llegará, la fulgurante oscilación del paisaje, el silencioso rastro de los perseguidos, el sol bajo en el horizonte, el tiempo, el aliento que se hace visible, y corremos el uno hacia el otro, pronto nos tendremos, nos abrazaremos, la repetición, verdad, viejo danés, es un traje que no se gasta, “que ni aprieta ni viene ancho”, el recuerdo es una prenda que nos hemos quitado, el amor que se recuerda el único amor dichoso, el propio recuerdo es lo infeliz, “el amor de la repetición es en verdad el único amor dichoso”, no hay alteración de la esperanza, verdad, “y no la inquietante aventura del descubrimiento”, no hay nostalgia del recuerdo, dicha del momento, no te he abrazado ya mil veces, ¿no eres la abrazada?, abrazarse y besarse no significa reconocerse, la incompatibilidad que se entrelaza, reconocer algo en el otro es ya un malentendido, lo que uno deja para que otros sepan que ése es su lugar, “es como si te conociera desde hace cien años” es ya el fin, “es como si te conociera desde hace cien años”, dice el treintañero, consciencia geriátrica, que se adelanta y no se puede ya alcanzar, extinción del de enfrente, así que aquí los tenemos, pues, al ciego, a la vieja, aquí están, dónde irá a parar todo esto, y la hierba se marchitará como hierba, tu aliento, y el recuerdo se marchitará como la hierba se marchita el recuerdo.

Terror telefónico, dices tú. La agradable llamada de antaño, la denominada llamada de nostalgia se ha convertido en una caricatura espantosa. Una confianza consumida por el recelo. Mensajes breves y terror telefónico. Eres de una ternura esporádica, una fiera que ladra. Llamas, no llamas. No llamas aun cuando has dicho que llamarás. Y luego resulta que llamas mucho más tarde. Y si llamas mucho más tarde ya estoy de los nervios. No llamas, no atiendes mis llamadas. Me subo por las paredes, como se dice, no lo soporto, te vuelvo a llamar, te mando un mensaje breve, no hay respuesta, luego estoy a punto de estallar, como se suele decir, te llamo, por unos segundos tengo la impresión de que te llamo así, sin más, aunque la cosa va ya de mal en peor, acabo de perder la poca paciencia que me quedaba, que te sentías controlada, me contestas, ah no, eso sí que no, hasta ahí podíamos llegar, te grito yo, por dentro te comprendo, esta cultura de las llamadas es horrible, alimenta la desconfianza, le vacía a uno el estómago. Tú en Berlín. Por ejemplo. A mi mensaje de que a las once de la noche estaría en casa y de si me podías dar un número en el que localizarte, no respondes. Te llamo a las diez y cincuenta y nueve minutos. Al móvil. Más minucioso imposible. Me das un número. Vuelvo a llamar. “¿Por qué no has contestado mi mensaje?” “Acabo de llegar aquí, estoy en casa de unos amigos. Estábamos charlando. Te iba a llamar a las once.” “¿Y por qué no me has mandado un mensajito diciéndome que me ibas a llamar a las once?” “Porque te iba a llamar a las once.” “Pero te había pedido que me dieras un número en el que pudiera localizarte.” “Antes tenía que llegar aquí.” “¿Y no hubieras podido darme el número por el que te preguntaba en el SMS de las nueve?” “Te iba a llamar a las once.” “Pero si ya te había dicho que a las once estaría en casa.” “A las once te hubiera llamado.” Y luego la pregunta de si no estaba borracho perdido. Estaba borracho perdido. ¿Acaso hubiera mejorado la escena admitirlo en lugar de decir “no”? No transigir. Entonces se abrió paso lo que ya estaba latente a la hora de coger el auricular, esta acusación, la furia del borracho. Para hacerme el fuerte, amenacé con la ruptura definitiva. Ninguna llamada, ningún contacto mientras estés fuera, amenacé no sin lamentarlo al instante. Y ahora sólo falta colgar el teléfono lleno de rabia, de manera inequívoca, ah, es verdad, ahora quieres que cuelgue, tienes algo más que decirme, era de esperar, después de esta salida de tono, de este daño irreparable, qué más quieres que te diga, tienes la lengua muy larga, eres una hija de puta, ah, es verdad, no hay línea, si acabo de colgar. ¿Y luego? Luego lanzo el teléfono contra la pared, y todo se hace añicos. ¿Y luego? Luego voy por el segundo aparato y te vuelvo a llamar. Da señal, pero nadie lo coge. Móvil. “¿Qué pasa?”, preguntas. ¿Acaso he dicho yo algo que tenga que ver con eso? Diría que no. Irremediable paso en falso. ¿Todo nuestro amor un malentendido ya indeleble? Entramos en barrena, caemos en picado. Nos metemos en una conversación que ya no es conversación. Que debería acabar lo antes posible. Que se acaba ahora mismo. También el segundo teléfono lo estampo contra la pared. De hecho, en este preciso instante podría arrojarlo todo por la ventana, y después tirarme yo. ¿He dormido en alguna parte? ¿En el sofá? ¿Me habré vuelto loco? ¿Y tú? Es la primera vez que te echas atrás. Seguro que has dudado de mi salud mental. Has visto cómo se confirmaban tus temores. Que te controlo. Nada más lejos de mi intención. Pero esta palabra se ha acostumbrado de pronto a nuestras voces, como una úlcera. Y a menudo está el alcohol de por medio, ya se sabe, que nos hace perder la compostura. Desinhibición. Fantasía. Y el paisaje que huye. Finales de octubre. ¿Dónde estás, otoño dorado? ¿Has perdido el color? ¿Por qué confías tan poco en ti? ¿Qué hay en ti que me vuelve loco? Cuando haya nieve, cuando los árboles estén cubiertos de nieve, ¿habrán cambiado las cosas? Sembramos en primavera; en otoño es cuando cosecharemos, dijiste. Y qué cosecharemos no lo dijiste.

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