¡Ciudadano inspector de impuestos! Perdone que le moleste.
Gracias..., no se preocupe..., me quedaré de pie.
Mi asunto es de carácter delicado:
sobre el lugar del poeta en una sociedad de trabajadores.
Junto con los propietarios de tiendas y propiedades agrícolas,
estoy sujeto también a impuestos y penalizaciones.
Me reclama usted quinientos por el semestre
y veinticinco por no presentar mi declaración.
Mi trabajo es como cualquier otro trabajo.
Fíjese: mire qué pérdidas he tenido,
qué gastos tengo en mi producción,
y cuánto se gasta en materiales.
Usted sabe, por supuesto, lo del fenómeno llamado «rima».
Supongamos que un verso acaba con la palabra «giro»;
entonces, dos versos después, repitiendo las sílabas,
ponemos algo así como «tiroriro».
En el lenguaje, la rima es como un pagaré
que vence dos versos después —ésa es la regla—.
Y uno busca la calderilla de sufijos e inflexiones
en la saqueada caja de las declinaciones y conjugaciones.
Empieza uno incrustando una palabra en un verso,
pero no encaja —se la fuerza y se rompe—.
Ciudadano inspector de impuestos, le doy mi palabra:
las palabras le cuestan al poeta mucho dinero.
En nuestro lenguaje la rima es un barril:
un barril de dinamita. La rima es una espoleta.
El verso se deshace hacia el final y estalla:
y la ciudad salta al cielo volada en una estrofa.
¿Dónde va a encontrar, y con qué tarifa de valoración,
rimas que apunten y maten de un solo disparo?
Quizá queden cinco o seis rimas sin usar
solamente en algún sitio como Venezuela.
Y así tengo que visitar países cálidos y fríos.
Allá me precipito, enredado en pagos sobre anticipos y préstamos.
¡Ciudadano! Admítame mis gastos de viaje.
La poesía toda ella es un viaje a lo desconocido.
La poesía es como sacar radium de la tierra:
por cada gramo se trabaja un año.
Por una sola palabra se gastan
miles de toneladas de ganga verbal.
Pero ¡cuánto más calor sale de la combustión de esas palabras
que del derretimiento de un crudo material verbal!
Esas palabras ponen en movimiento
millones de corazones durante miles de años.
Claro, hay diferentes clases de poetas.
Muchos poetas tienen un toque delicado;
como hechiceros, sacan versos de la boca;
de la suya y de la de los demás.
¡Para no hablar de los eunucos líricos!
Ésos deslizan un verso prestado y se sienten felices.
Ésa es una forma normal de robo y fraude,
una de las formas de especulación dominantes en el país.
Esos versos y odas, aullados
y sollozados hoy entre aplausos,
quedarán en la historia como los gastos generales
para lo que hemos conseguido dos o tres de nosotros.
Hay que comer cuarenta libras de sal (como dice el proverbio)
y fumar cien cigarrillos
para extraer una sola palabra preciosa
de las profundidades artesianas del hombre.
Así en seguida queda reducida mi evaluación de impuestos…
¡Tache un cero, como una rueda, de mis impuestos!
Un rublo noventa, por cien cigarrillos;
un rublo sesenta, por la sal de mesa.
Su impreso tiene un montón de preguntas:
«¿Ha viajado por negocios? ¿O no?»
Pero ¿y qué, si he dejado exhaustos diez Pegasos,
a fuerza de cabalgarlos, en los últimos quince años?
Y aquí en esta sección —póngase en mi caso—
hay algo sobre servidores y fincas.
Pero ¿y si soy el conductor del pueblo
y al mismo tiempo el servidor del pueblo?
La clase obrera habla por nuestras bocas,
y nosotros, proletarios, somos los que empujamos la pluma.
Con el paso de los años uno desgasta la maquinaria del alma.
La gente dice: «Hay que retirarle: se ha gastado escribiendo; ¡ya es hora!»
Cada vez hay menos amor; cada vez, menos osadía,
y el tiempo se estrella contra mi frente.
Llega la hora de la más terrible de las amortizaciones:
la del corazón y el alma.
Y cuando el sol, como un cerdo cebado,
se levante sobre un futuro sin mendigos ni inválidos,
yo ya me habré podrido, después de morir junto a una tapia,
junto a una docena de colegas.
Extienda mi hoja póstuma de balance.
Declaro aquí —y sé que es cierto, no miento—:
comparado con los traficantes y los listos de hoy,
sólo yo estaré endeudado hasta el cuello.
Nuestra obligación es resonar como trompetas de broncínea garganta
en la niebla del filisteísmo y en las tormentas que se incuban.
El poeta siempre está endeudado con el universo,
pagando interés y penalizaciones sobre la tristeza.
Estoy en deuda con las luces de Broadway;
con vosotros, cielos de mi pueblo;
con el Ejército rojo; con los cerezos de Japón;
con tantas cosas sobre las cuales no he tenido tiempo de escribir.
Pero, después de todo, ¿para qué sirve todo esto,
apuntar con la rima y enfurecerse en ritmo?
La palabra del poeta es la resurrección de usted,
su inmortalidad, ciudadano burócrata.
Dentro de siglos, tome un verso
en su marco de papel y haga volver atrás el tiempo.
Y el día de hoy, con sus inspectores de impuestos,
su fulgor de milagros y su hedor de tinta, volverá a amanecer.
Inveterado residente en el día de hoy, consiga un billete
para la inmortalidad en el Comisariado Popular de Comunicaciones,
y, tras de calcular el efecto del verso,
¡distribuya mis ganancias a lo largo de trescientos años!
Pero el poeta es fuerte no sólo porque,
recordándole a usted, a la gente del porvenir le dará hipo.
¡No! Hoy también la rima del poeta es una caricia,
una consigna, una bayoneta y un látigo.
Ciudadano inspector de impuestos, tacharé
todos los ceros de sus cifras y pagaré cinco rublos.
Pido como un derecho una pulgada de sitio
en las filas de los más pobres trabajadores y campesinos.
Y si creéis que lo único que hago
es usar las palabras de los demás,
entonces, camaradas, aquí tenéis mi estilográfica:
¡podéis escribir con ella vosotros mismos!
(Vladimir Maiakovski)