En estos tiempos de presunta politización en la que parece que hay que elegir un bando o quedarse al margen y parecer sospechoso, afirmo que en realidad no existe tal politización, sino una despolitización y una polarización puramente tribalista de lo social. ¿Lo social o la masa informe que parece demasiado dispuesta a dejarse pastorear? Hoy por hoy mi reacción consiste en leer y releer filosofía política. Atreverse a pensar es lo más radical que puede hacerse en este momento.
INTRODUCCIÓN A LA POLITICA I
FRAGMENTO 2A
I. Capítulo: Los prejuicios
a) El prejuicio contra la política y lo que la política es hoy de hecho
En nuestro tiempo, si se quiere hablar sobre política, debe empezarse
por los prejuicios que todos nosotros, si no somos políticos de
profesión, albergamos contra ella. Estos prejuicios, que nos son comunes
a todos, representan por sí mismos algo político en el sentido más
amplio de la palabra: no tienen su origen en la arrogancia de los intelectuales
ni son debidos al cinismo de aquellos que han vivido demasiado
y han comprendido demasiado poco. No podemos ignorarlos porque
forman parte de nosotros mismos y no podemos acallarlos porque
apelan a realidades innegables y reflejan fielmente la situación efectiva
en la actualidad y sus aspectos políticos. Pero estos prejuicios no son
juicios. Muestran que hemos ido a parar a una situación en que políticamente
no sabemos —o todavía no sabemos— cómo movernos. El peligro
es que lo político desaparezca absolutamente. Pero los prejuicios
se anticipan, van demasiado lejos, confunden con política aquello que
acabaría con la política y presentan lo que sería una catástrofe como si
perteneciera a la naturaleza del asunto y fuera, por lo tanto, inevitable.
«Tras los prejuicios contra la política se encuentran hoy día, es decir,
desde la invención de la bomba atómica, el temor de que la humanidad
provoque su desaparición a causa de la política y de los medios de violencia
puestos a su disposición, y —unida estrechamente a dicho temor—
la esperanza de que la humanidad será razonable y se deshará
de la política antes que de sí misma (mediante un gobierno mundial
que disuelva el estado en una maquinaria administrativa, que resuelva
los conflictos políticos burocráticamente y que sustituya los ejércitos
por cuerpos policiales). Ahora bien, esta esperanza es de todo
punto utópica si por política se entiende —cosa que generalmente
ocurre— una relación entre dominadores y dominados. Bajo este
punto de vista, en lugar de una abolición de lo político obtendríamos
una forma despótica de dominación ampliada hasta lo monstruoso,
en la cual el abismo entre dominadores y dominados tomaría unas
proporciones tan gigantescas que ni siquiera serían posibles las rebeliones,
ni mucho menos que los dominados controlasen de alguna
manera a los dominadores. Tal carácter despótico no se altera por el
hecho de que en este régimen mundial no pueda señalarse a ninguna
persona, a ningún déspota, ya que la dominación burocrática, la dominación
a través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica
porque «nadie» la ejerza. Al contrario, es todavía más temible,
pues no hay nadie que pueda hablar con este Nadie ni protestar ante
él. Pero si entendemos por político un ámbito del mundo en que los
hombres son primariamente activos y dan a los asuntos humanos una
durabilidad que de otro modo no tendrían, entonces la esperanza no
es en absoluto utópica. Eliminar a los hombres en tanto que activos
es algo que ha ocurrido con frecuencia en la historia, sólo que no a escala
mundial —bien sea en la forma (para nosotros extraña y pasada
de moda) de la tiranía, en la que la voluntad de un solo hombre exigía
vía libre, bien sea en la forma del totalitarismo moderno, en el que
se pretende liberar «fuerzas históricas» y procesos impersonales y
presuntamente superiores con el fin de esclavizar a los hombres. Lo
propiamente apolítico [ unpolitisch.] —en sentido fuerte— de esta
forma de dominación es la dinámica que ha desencadenado y que le
es peculiar: todo y todos los que hasta ayer pasaban por «grandes»
hoy pueden —e incluso deben— ser abandonados al olvido si el movimiento
quiere conservar su ímpetu. En este sentido, no contribuye
precisamente a tranquilizarnos constatar que en las democracias de
masas tanto la impotencia de la gente como el proceso del consumo y
el olvido se han impuesto subrepticiamente, sin terror e incluso espontáneamente
—si bien dichos fenómenos se limitan en el mundo
libre, donde no impera el terror, estrictamente a lo político y [lo] económico.
(Hannah Arendt)