Había una vez un bufón llamado Tormenta. Tenía una cabeza grande coronada de laureles, y sus colmillos sobresalían de su boca como los de un vampiro.
Vestía con una capa carmesí ya vieja y medio rota, y tenía una voz grave y potente.
No le era posible susurrar, atronaba contando historias y cuentos olvidados, y tenía un semblante melancólico.
La Princesa Saeta Dorada se divertía haciendo que la siguiese a cuatro patas, como un perro. Le ordenaba aullar a la luna, lo pateaba, y reía a carcajadas cuando mandaba hacerlo despiojar. Le arrojaba huesos desde la mesa e incluso lo llevaba de caza.
Ella era una aparición de sedas rosas y suavidades sugeridas, contornos brillantes envueltos en telas caras hurtadas de mil y un bazares de oriente. Rubia y frágil en apariencia, sus labios prometían acaso misterios del alma que no eran tales. Una esfinge sin secreto, o con el único secreto posible...el de la carne hecha sueño en la cabeza de un pobre y engañado siervo, que componía poemas a pesar de las patadas y las palabras que le herían.
Él, lejos del perfil de héroe romántico, gritaba de furia y rompía paredes a puñetazos en los establos, donde dormía. Acosaba a las hijas de las cocineras para meterles mano y si no las violaba era porque no podía. Le faltaba empuje y arrojo, aunque le sobraba desesperación y sexo encabronado en sus entrañas. Se masturbaba en silencio, junto a los caballos y las jaurías reales, a menos que entrara un mozo de cuadra y le arrojara una piedra...
Cada día escenificaban la misma broma, para diversión de la corte.
Tormenta el bufón subía al punto más alto de la Torre más elevada, del Castillo de las Nubes, situado en lo alto del Acantilado Sin Fin.
En ese punto declaraba con su voz hecha trueno, su amor por la princesa, fingiendo fingir ese sentimiento inexplicable y absurdo. El eco retumbaba por todo el abismo, y su declaración de amor se oía por todo el reino.
Cada día suplicaba un beso, y amenazaba con saltar siguiendo el guión de una broma convertida en bucle inacabable, sabiendo que las risas cínicas de príncipes y caballeros mostraban que su corazón era transparente como un cristal y que la diversión consistía en lastimarle.
Cada día la princesa Saeta Dorada hacía un gesto de aburrimiento, y le enviaba un beso lanzado a través del aire, denso como un gas venenoso, certero como una flecha, y mortal como la peste. Sonreía mordazmente, y el bufón bajaba de la atalaya, y se arrodillaba llorando lágrimas sinceras, intentando hacerlas pasar por falsas.
Un día la princesa se cansó del chiste, o tal vez de su fiel mascota, y ante la amenaza de Tormenta de saltar, respondió:
-Si me amases, saltarías sin dudarlo un momento. Tan solo un corazón valiente es digno de un beso. Pero ese no es tu caso...
Tormenta dió un paso al abismo, y después otro, y por un momento creyó flotar aunque lo que hacía era caer.
La princesa dijo:
-Solo era una broma- y rió maliciosa, provocando las carcajadas de los aduladores y cortesanos. Se asomó por el borde amurallado de fría piedra y contempló el brumoso precipicio, intentando distinguir algún miembro, o tal vez su muñeco entero, roto, sangrando en algún saliente de la rocosa pared. Su gesto de avaricia y diversión se congeló en su rostro dorado.
Se oyó un aullido. Un aullido de hombre, de hombre despedazado con voz de trueno. Su corte cesó de reir, y el silencio era un aullido más atronador que el propio aullido.
Ella murmuró algo, y todos bajaron de la Torre.
Todos olvidaron el incidente, hasta el día en que dos cuervos se colaron por una ventana y le arrancaron los ojos a la Princesa.
Entre el servicio se rumoreaba que ese día había vuelto a escucharse el aullido, inhumano, salvaje, más allá del dolor o la venganza, y una risa... Ya se sabe, la gente ignorante, los criados, hablan y fabulan, inventan y sueñan leyendas porque la vida es demasiado inútil y aburrida.
El prometido de Saeta Dorada la repudió, y el Rey Soberbio, su padre, convocó una justa con la esperanza de que acudieran dignos pretendientes en busca de una fortuna y un reino, a pesar de las taras de su hija.
Pero nadie acudió excepto un viejo loco arrugado y harapiento. El viejo entregó una carta lacrada al Rey Soberbio, en la que decía:
-Tu perro ha hechado a volar y se ha convertido en cuervo.
Hicieron empalar al viejo.
La princesa murió triste y sola, amarga y letal, y nadie quedó para recordar si fue realmente bella alguna vez, o no era tanto como se decía.
Por las noches en la parte del castillo que daba al acantilado, se oían extraños sonidos hechos por el viento, carcajadas y alaridos, sollozos y graznidos enloquecidos.
El Reino del Amor, a la muerte del Rey Soberbio, acabó siendo poco más que un yermo deshabitado y desierto.
(Del Diario de Mycroft)