Sonaba una canción de Slade, “Get down and get with”, y ella bailaba descontrolada intentando alcanzar las mariposas de colores de las luces que los cañones luminosos disparaban contra el público para deslumbrarlos y desangrarlos, como a ángeles tambaleantes.
Estaba drogada hasta las cejas, y el mundo era suave y borroso, un mundo que no podía entender y que hoy no le haría daño. No era ella misma y eso era lo importante.
Se deslizó por el último local de moda de Barcelona como una funambulista sobre un delgado cable a mil metros de altitud, a punto de caer.
No había red en esta función. Había ido a un festival de música con unos amigos a los que había perdido de vista, y había conocido al guitarrista de Alternative Flame, la nueva oleada de relamidas guitarras recicladas y pasadas por la trituradora de algún productor viejo y con cirrosis, que había rodeado un viejo riff de los kinks con toneladas de eco, un organillo, y una voz poderosa y oscura.
La boca de Gregg sabía a ginebra, y ella pensó absurdamente que besarle la convertía en algo parecido a una estrella, a alguien especial, aunque sabía que seguía sin serlo. Pisó un vaso que yacía en el suelo, y de pronto mientras se prolongaba el contacto oral con aquel rubio chico de vaqueros negros y peinado impecable, pensó que no sabía realmente qué coño estaba haciendo allí.
Él acarició el kimono de terciopelo que era su piel. Por un momento, en la luz tullida y tenebrosa del local, todo parecía como en una bola de cristal de las que agitas y en dónde empiezan a caer copos de nieve, es decir, un pequeño mundo perfecto y artificial, sin peligro de quebrarse. Los borrachos tambaleantes parecían menos tambaleantes, y las pérfidas aprendices de femme fatale se morían de envidia e intentaban aparentar una malvada indiferencia, ante la sudorosa y desesperada mirada de unos cuantos tipos sexualmente necesitados.
Las luces seguían persiguiendo algo inalcanzable, y la música se entrelazaba, se alzaba, se le metía dentro junto con el pequeño fuego escondido de un mar de vodka que hervía en su sangre adulterada por el speed.
Un tipo con coleta que se parecía levemente a Steven Seagal se derrumbó después de mecerse como una nube empujada por el viento, desde el piso superior del pub, a través de las escaleras de caracol, cayendo en brazos de una chica morena con un escote diseñado por Norman Foster, que lo dejó caer, como una ficha de dominó que empuja a la siguiente, formando un reguero de caos sin apenas darse cuenta.
Rápido, rápido, el mundo se desliza abajo como una gran bola de nieve, esa nieve con la que ella jugaba a veces de pequeña, esa nieve tan fría, húmeda y peligrosa como la del día en que su padre le partió la clavícula de un golpe porque no paraba de hablar y era un jodido coñazo.
Pero ahora estaba a salvo o eso parecía entre los flacos brazos de un extranjero que jugaba con su lengua un combate de boxeo bucal. Él pronunció un conjuro en la imprevisible e ininteligible lengua inglesa y la cogió de la mano.
Salieron del local y el aire de la calle tenía un aroma inconfundible a contaminación. Cuando tus pulmones se crían con el dióxido de carbono, el aire puro sabe a poca cosa sin un poco de toxicidad.
Súbitamente se encontró dentro de una furgoneta con el equipo que montaba el escenario de Alternative Flame, tres pipas totalmente colocados, con Pearl Jam atronando desafiante con su voz de vaquero resentido. El conductor pisó el acelerador, mientras en la parte trasera Gregg y sus compañeros de aventuras deslizaban sus sudorosas manos en un millón de provocativos, sucios y excesivos movimientos…pares de ojos lascivos anunciaban tormenta, dando al traste con su visión romántica de la noche… ¿Podría retirarse de la mesa de apuestas con una simple petición? Parecía poco probable.
Tres o cuatro hombres que eran como sombras empezaron a atacar su cuerpo como carnaza para tiburones…Estaba hundida, zozobrando…como en una película de universitarios extranjeros, la pensaban utilizar entre todos para una noche de sexo multitudinario y salvaje, en aquel barco de borrachos.
Ella había perdido la voz y la ropa.
Cerró los ojos con fuerza y se mordió el labio. ¿Y si gritaba? No serviría de nada…
Solo quería que la abrazaran, solo quería dormir abrazada a un cuerpo vivo y caliente, que la protegiera en la noche. No podía dormir sola. Pero esto no tenía nada que ver con lo que ella quisiera…
Había sido arrojada a las fieras, sedientas de oscuras fauces que lamían su piel antes de devorar su alma.
¿Qué era ella para estas personas?
De pronto se oyó un golpe enorme, y los cuerpos que empujaban delante y detrás de ella rítmicamente se pararon y se separaron de ella.
Desde el suelo de la parte de atrás de la furgoneta, que olía a cerveza desparramada, a vómito reciente, y que se parecía en poco o nada a la habitación del Ritz que había esperado en un principio de una estrella internacional, alcanzó a ver el parabrisas manchado de rojo. Bajaron todos, y ella tambaleante consiguió vestirse torpemente, y con la intención de escabullirse, salir del vehículo.
Escuchó risas. Vio como cogían entre todos un fardo a la luz de los faros, frente a la furgoneta, y lo echaban a un lado de la calle…habían atropellado a alguien, y en su universo propio no podían permitirse cierto tipo de titulares de prensa, cierto tipo de fotos, cierto tipo de batallas legales, con las palabras “imprudencia temeraria”, “conducción bajo los efectos de…”, “homicidio imprudente”, bien grandes en negrita.
-Tenéis que ayudarle-se oyó gritar.-
-Shut up, little bitch-oyó decir a alguien del grupo-Don´t tell nothing. Nobody is gonna trust you anyway.
-Leave her. We have to disappear-dijo otro espectro, escondido en el petit comité de la muerte, que ahora huía sin dejar un rostro al que escupir, o una explicación que dar. Montaron en su vehículo y se fueron riendo y gritando, jugando al juego de ser dioses, en su mundo de fama y ciencia ficción en dónde nadie pagaba por sus pecados si podía evitarlo…
Árboles mecidos por la brisa, correos electrónicos palideciendo en el bosque de hidrógeno, los cuadrados de cemento de la acera, perfectos, formando canales de sangre, rascacielos yacen clavados en sus propias sombras, por fin alguien a quien abrazar, pero ese alguien se muere.
Gritamos que no, su pulso se abandona, su sangre es oscura, la muerte ataca, llamas a los timbres pero la gente tiene miedo unos de otros, nadie se atreve a ayudar…
Rascacielos uniformes, colmenas, celdas empapeladas con papel de tristeza e indiferencia, losas sepulcrales, pasillos del cementerio de la vida…
Ambicionamos un lugar donde refugiarnos de la lluvia y el sol, y luego lamentamos nuestra palidez y nuestra sed.
La luna era un manchón claro bajo capas de nubes espesas, y ella se abrazaba a un fardo de carne que respiraba trabajosamente, un chico de ojos marrones y asustados salpicados de sangre, con pantalones cortos y huesos machacados.
Pequeños rastros de animal herido, semillas de colillas que florecerían mañana.
Espejismos transparentes de algo que nunca fue. Simulando ser humanos, no nos importan los asuntos de los demás…que cada cual viva o muera como pueda.
Los carteles pegados a los muros se desvanecen, los SEAT ibiza aparcados de cualquier manera se desvanecen, todo se desvanece, la vida se va, y tu abrazas un fiambre frío, como un congelado de supermercado, capas y capas de tejido intacto a punto de ser aquello que no se es.
Lágrimas de segunda mano, nunca es el primer cadáver que vemos, el primero somos nosotros mismos en nuestra imaginación.
Si no existieran los hombres habría que inventarlos, solo por el magnífico espectáculo de la esperanza. Y el profundo desengaño de la muerte.
Si no existieran los hombres, habría que inventar otro tipo de bufón.
Nada más íntimo que la muerte. Verla es como violar todo lo personal, es más sacrílego que ser el espectador del sexo.
Una mujer rubia, flaca como una calavera, bronceada como un cochinillo asado, de unos cincuenta años intentando mantener la ilusoria fachada de los cuarenta, pasa muy cerca paseando con su perro, un yorkshire, tan pequeño como innecesario.
Eres un alpinista pidiendo ayuda, falta el aire, pero los demás solo quieren coronar la cima. Para qué parar. Lo irremediable no entra en juego.
No pudieron hacer nada por él cuando la furgoneta blanca de las luces aullantes llegó…
Ella, mirando por la ventana del tren estremecido por el oscuro beso del viento a toda velocidad, pensaba en el frágil cuerpo de un chico roto, que había muerto ayer. Volvía a casa, si es que eso significaba algo. Se acabó la música fúnebre de los conciertos de rock. Un desconocido arrollado impunemente por una estrella que no es lo que aparenta en el brillo satinado de las revistas especializadas.
Todos somos desconocidos. Un negro, no un hombre de color, un negro insisto, dormía a su lado con el ABC en la mano. Era un viaje largo. Y no tenía pintar de acabar nunca.
La vida no acaba nunca, solo cancelan la programación y la sustituyen por otro programa. Se hace tarde, no puedes salvar a nadie, y vuelves a estar sola, sola, sola, sola, sola.
Ninguna mano fuerte alrededor para protegerse de la tormenta. Aquel día en la nieve, le dolió más el corazón que la clavícula. El chico de al lado baja en esta estación, entre equipajes, mochilas, y turistas sonrientes. ¿Existe gente feliz o solo fingen mejor que los demás? Algunos pasajeros alrededor respiran mejor, porque el negro es un color que odian ver de cerca…no es lo mismo que en las noticias o en las películas…aquí, en el tren, huele a humanidad, huele a realidad…no lo quieren ver tal vez porque es como una foto en negativo de sus propios corazones.
De vuelta a la ciudad que ama y odia, la chica necesita un trago de algo fuerte. Caminando por una línea a mil metros de altitud, llega a bajar del tren con su ánimo al mínimo y una sensación de estar quemando minutos para no tener que saltar del cable y acabar con la función.
Cuando llegó a casa descubrió que alguien le había robado el móvil del bolso.
No tan solo se sentía como si fuera la única persona sobre la tierra. En el supuesto de que hubiera más como ella, ahora estaba incomunicada.