El camino era muy estrecho, pero estaba asfaltado. Subía por la montaña bordeándola y encaramándose como una serpiente pitón enroscándose alrededor de un cuello. En el margen derecho había campos con docenas de almendros secos y viejos, clavados como pálidas cruces sepulcrales al sol, en hileras caprichosas. Los campos bajaban escalonadamente la ladera formando una sucesión de desiertos páramos de agricultura tradicional. De vez en cuando entre los terrones de tierra se distinguía a algún animal agonizante.
En el margen izquierdo del camino, un bosque forestal, pasadizo de pinos y matorrales que latía con desconfianza, recordando el tacto de algún fuego pasado.
El niño miraba por la ventana las nubes bajas enzarzarse como espuma en la barba de la montaña. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, murmuraba el niño mientras dibujaba calaveras color rosa con sus lapices de cera.
El coche, azul y antiguo, un viejo renault que olía a metal, parecía un microondas de la antigua europa del este.
Conducía un hombre alto, moreno, anodino, vestido de sport, concentrado y serio, con los ojos clavados al frente. La velocidad era adecuada para aquellas curvas cerradas, a lo alto de los riscos, el hombre respiraba despacio y saboreaba el aire.
A su lado, una mujer de unos treinta años, de ojos pálidos e inexpresivos, organizaba una nevera de viaje, rebuscando entre los hielos, organizando las bebidas, los emparedados, y comentando animadamente algo que tan solo ella escuchaba. Tanto el hombre como el niño estaban lejos, perdidos en sus propios pensamientos, mientras abajo el valle parecía una pintura de Turner, y la calidad de la luz era inmejorable para una excursión de verano.
Llegaron a las ruinas del castillo, a cuyos riscos habían acudido, y el niño comenzó a trepar las viejas y deformadas piedras de fortificaciones, piedras que habían sido secuestradas para erigir muros y que ahora volvían a ser libres para tratar de ser solo piedras. Piedras nada más.
El coche estaba aparcado en una superficie amplia de grava que había al final del camino, a la izquierda, y parecía un azul monolito moderno, un monumento mortuorio más. Un animal herido que contempla la mañana con perezoso aire de sueño.
El niño simulaba batallas imaginarias con seres nebulosos creados por él mismo, necesarias victimas del héroe infantil cuyo ego necesita enemigos a batir.
La mujer desplegaba una silla de playa, y establecía la invasión dominguera del monumento clavando su bandera, una sombrilla que no era posible hendir en el suelo, y que tuvo que fijar aprisionando la base entre varias piedras.
El hombre dió un vistazo, y supo que el lugar le gustaba. Su silencio era inmenso, e incluso los pájaros parecían temer violarlo. El sol pegaba fuerte, y la luz, la luz daba a aquellas míseras y destruidas fortificaciones, algo de esplendor dramático, geometría épica, un perfecto atrezzo para una escena familiar perfecta.
El hombre se acercó al maletero y se dispuso a ordenarlo, a hacer sitio. Dispuso el aceite de motores a un lado, los trapos a otro, los triángulos encajados, y las bolsas apretadas unas contra otras de tal forma que la presión las aplanaba y empequeñecía.
Entonces extrajo una cuerda.
Su mujer leía un libro sentada, como si en lugar de estar allí estuviera en su propio hogar. Tal vez en su mente no había diferencia. El hombre se acercó. Ella sonrió y le ofreció un refresco que había sacado de la nevera, colocada en el suelo frente a ella. El hombre no dijo nada, solo se puso tan cerca que sus caras casi se tocaban, y hubiera podido besarla.
Abajo en el valle se oían alguna máquinas agrícolas trabajando el campo.
El hombre rodeó el cuello de la mujer con la soga y empezó a estrangularla con fuerza. Ella forcejeó y tumbó la sombrilla con un pie, cayendo al suelo desde la silla plegable, mientras él trataba de dejarla sin aire. No era posible, eran la perfecta familia. El aire se consumía en sus pulmones, sedientos de vida, no parecían creer que todo fuese a ir tan mal, y estaban convencidos de que el oxígeno llegaría, tenía que llegar. El niño subía todavía más arriba en sus tribulaciones y batallas fabulosas.
Por fin, ella se dignó a morirse tras un forcejeo largo y tedioso.
El hombre metió trabajosamente a la mujer en el maletero. Y simplemente se fue en el coche, cuesta abajo, con una animada sonrisa de trabajo bien hecho, abandonando al niño. Hacía demasiado buen día. Ojalá empezara a llover.
Cuando el niño descendió, solo había vacío sobre la grava, huellas de huida. Nada de familia. Ni papá ni mamá. Nadie le esperaba. Se sintió solo, y un poco asustado, y simplemente esperó. Esperó.
Abajo, en un campo, algunos agricultores contemplaban el antiguo coche azul, y se preguntaban quién sería aquel hombre que había bajado solo del castillo. Y que había subido también solo.
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