En Occidente, la muerte de Dios fue el preludio de un increíble
folletín metafísico, que continúa en nuestros días. Cualquier
historiador de las mentalidades sería capaz de reconstruir en detalle
sus etapas; para resumir, digamos que el cristianismo consiguió
dar ese golpe maestro de combinar la fe violenta en el individuo
–en comparación con las epístolas de San Pablo, la cultura antigua
en conjunto nos parece ahora extrañamente civilizada y triste– con
la promesa de la participación eterna en el Ser absoluto. Una vez
desvanecido este sueño, hubo diversas tentativas para prometerle
al individuo un mínimo de ser; para conciliar el sueño de ser que
llevaba en su interior con la omnipresencia obsesiva del devenir.
Todas estas tentativas han fracasado hasta el momento, y la desdicha
ha seguido extendiéndose.
La publicidad es la última tentativa hasta la fecha. Aunque su
objetivo es suscitar, provocar, ser el deseo, sus métodos son, en el
fondo, bastante semejantes a los que caracterizaban a la antigua
moral. La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho
más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado,
que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: «Tienes
que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en
la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes,
dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto.» Al negar cualquier
noción de eternidad, al definirse a sí misma como proceso de
renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto
se volatilice, se transforme en fantasma obediente del devenir. Y
se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida
del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser.
La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo
se acentúa; sin embargo, la publicidad sigue construyendo
las infraestructuras de recepción de sus mensajes. Sigue perfeccionando
medios de desplazamiento para seres que no tienen ningún
sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte;
sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no
tienen nada que decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción
entre seres que ya no tienen ganas de entablar relación con
nadie.
(Michel Houellebecq, El mundo como supermercado)
1 comment:
Leo Bassi, ese bufón del exceso, definio a la publicidad como nadie al considerarla orgánica pues es mierda. La publicidad es como el sexo, pero sin trascendencia emocional. Es como la religión, pero sin las consecuencias espirituales que el creyente busca. Houellebecq es un cínico racional. Insiste en que los males que afligen a la sociedad los genera la propia sociedad. Y el mayor estigma es el desarraigo. Precisamente el objetivo que busca la publicidad: generar necesidad de lo que te falta y convencerte de que ellos lo tienen. El mundo es un gigantesco supermercado cuya economía se fundamenta en el consumo. No existe, al menos desde que hace un siglo nace la clase media, alternativa para tal realidad.
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