Micronesia en el Cerebelo

Rock, cine, comics, ciencia ficción, cervezologia y sueños rotos.

Sunday, April 30, 2006

Diario de un asesino a sueldo


Tienes que irte a algún lugar para poder volver. Hasta ahora esta ha sido una historia construida en torno al monólogo megalomaníaco. Tal vez es hora de dejar de estar encerrado en uno mismo y dar voz a otros personajes.
Aunque teniendo en cuenta que el encargado de narrar mi historia es Mycroft, y no se le da bien escribir diálogos, es posible que todo continúe como hasta ahora, con un discurso autocomplaciente y victimista.
A Mycroft lo conocí la noche del cumpleaños de mi hermana. Yo ese día me disolvía por dentro y necesitaba una botella de algo fuerte y duro para estabilizarme. Buscando un lugar para dar con mis descontrolados huesos, imaginando los días en que nada de esto me torturaba, barruntando palabras sin sentido, di un salto y me tropecé en el aire con el abismo de la noche.
Bajé unas escaleras que me llevaron a un túnel que llevaban desde la Gran Vía a la plaza de España. Allí me encontré con un tipo apoyado contra la pared, observando el ir y venir de coches electrizados, irreales, fluyendo como un arroyo metálico.
Le pregunté si conocía algún sitio para tomar un trago a esas horas. Me sonrió y asintió con la cabeza:
-Claro. De hecho esa es mi especialidad. Soy un conocido guía iniciático de los peores rincones de esta ciudad.- Su voz era dubitativa y estaba deformada como el vidrio al rojo vivo torneado en las sombras de una fábrica de cristales.
El chico se había tragado un diccionario. Me contó que una noche un narcotraficante colombiano que se encontró por la calle le pidió un tour canallesco. Se las arregló para citar a Sartre. Estaba desencajado, llevaba la camisa vaquera desabrochada, arrugada, y su pelo revuelto, barba de dos días y sonrisa forzada.
-He estado seco por un tiempo, pero me temo que esta noche la recaída ha sido de aúpa. Debería irme a casa pero no quiero despertarme mañana y seguir tan borracho como ahora. De hecho simplemente no quiero despertarme. Solo cerrar los ojos y soñar. Sería terrible que mañana, y pasado mañana, y al otro siguiera con mi cerebro convertido en papel secante empapado en alcohol.
-Parece que alguien ha encendido una mecha que no va a poder apagarse. Tienes aspecto de película de terror de la Universal.
-Tú no pareces mucho mejor. Creía que me había topado con Bob Geldolf en la peli The Wall.
-Si empezáramos a caminar podríamos solucionarlo todo con un trago, amigo.
-Apoyo la moción- dijo, y empezamos a andar en silencio.
Era una situación extraña, era casi la primera vez en mucho tiempo que hablaba con alguien y no tenía intención de matarlo, o por lo menos no calculaba si tendría que hacerlo. Los otros asesinos no cuentan, solo puedes hablar de silenciadores, de estrangulamientos, no es una verdadera conversación sino pasos perdidos en la niebla de nuestras voces, recitar un poema solo de noche únicamente para oír nuestra propia voz.
Esa noche me echaron de un pub por intentar romper una silla en la cabeza de una chica. Si juegas con fuego acabas convirtiéndote en pirómano. Mientras hablaba con ella, y era una conversación agradable, solo podía mirarle los ojos, viéndome reflejado en ellos. Era como un espejo deformante en el que veía a un ser deforme, un monstruo, con un feo aspecto y una fea alma.
No sabía qué pensaba ella de mí, pero no podía permitir que se acercara a mí, que mis manos de asesino le acariciaran la cara, y aunque ella me pidió que la abrazara porque hacía frío, yo sabía que no debía dejarme llevar. Ante todo mis entrañas enviaban un mensaje y mi cabeza otro.
Finalmente conseguí ponerla a salvo del peligro de conocerme mejor.
Mycroft y yo hablamos de cine. Pasamos por delante del Martí, un cine que habían cerrado. La última película que él había visto era Días de vino y rosas. Me pregunté por qué no me sorprendía.
Cuándo le pregunté a qué se dedicaba me respondió que era escritor entre risas. Creo me estaba tomando el pelo. Parecía una especie de broma privada.
Pasamos por delante de un accidente de tráfico. Un coche se había incrustado en una Iglesia, salpicando el cielo y las paredes de las casas de sangre. Los mirones tomaban fotografías de cabezas partidas como sandías en el asfalto frío y mojado.
-Carpe diem- dijo él.
Acabamos llegando al zulo sórdido que me habían prometido. Empezamos a beber, y después bebimos más. Había un pozo sin fondo en cada uno de nosotros, y acabamos hablando con el corazón en la mano y sin tapujos. Le conté todo, sin omitir ninguna de las atrocidades cometidas, por acción u omisión. El me contó su historia, su alma también había sido quebrada en mil pedazos y ahora solo quedaban los escombros de un escritor que no escribía, un idealista sin ideas, un amante incapaz de amar, un estudiante fracasado que se refugiaba en un personaje ficticio…Cogimos nuestras almas salpicadas de tristeza y las radiografiamos…Luego colocamos esas radiografías en un panel de luz blanca y comentamos los lugares por los que nos habíamos roto.
En cierto momento del día, ya con los trabajadores caminando por las calles que ya no eran nuestras (acaso nunca lo fueron y solo tuvimos esa impresión un segundo) me propuso algo insólito:
-Hace tiempo que no encuentro una historia que me inspire. Quiero escribir sobre ti.
No recuerdo decirle que sí, pero es evidente que lo hice. Cada vez que salía un nuevo capítulo en su blog lo leía conseguía quitarme a zarpazos la apatía. Por fin había conseguido llorar. Me había llevado años conseguirlo, aunque a veces pensaba que eran lágrimas de cocodrilo. Aquello no suponía diferencia, pero verme esbozado, acaso tergiversado o utilizado, pero vivo, en el lienzo de sus palabras, daba a mi vida una especie, no de legitimación, pero si de verosimilitud.
A veces vivimos inmersos en un estado de duermevela, y todo parece como un sueño del que no despertamos nunca. Lo único que envidiamos a los muertos es la paz de su reino.
Supongo que alguien más se dio cuenta de que las muertes de la ficción y las de la realidad se parecían peligrosamente. Y cuando comienzan las preguntas, a nadie le importa si hay que mandar matar a un chico como ese.
A nadie excepto a mí. Porque su dolor era importante para mí, del mismo modo que el mío era importante para él. Precisamente por ello.
Estaba caminando por la playa del Perelló el día en que me mandaron matar a Mycroft. Al lado del mar el aire era fresco, y yo me había quedado frío por dentro, era momento de dar un salto al vacío, porque continuar el camino que tenía marcado era una opción que no podía permitirme.

2 comments:

Anonymous said...

Brillante metáfora...

Siga huyendo Mycroft, pero continue en el camino. Los bordes de éste, además de difusos, son aún menos acogedores... eso dicen.

Mycroft said...

Atentos que queda muy poco para finalizar el diario del asesino a sueldo y recopilarlo todo...